Hace casi un año y coincidiendo con que cambiábamos de piso, decidimos que sería buena idea tener una mascota. Viviendo de alquiler no te puedes arriesgar demasiado, así que nos despedimos de tener un perro o un gato por muchas ganas que tuviéramos. Necesitábamos un animalito que fuera fácil de mantener y que además diera un poco de juego. Llegamos a la conclusión de que un conejo era el compañero ideal. Obvio que un conejo no te va a recibir cuando llegues a casa después del trabajo, pero algo más de interacción que un pez o una iguana seguro que habría. (Con todos mis respetos para los amantes de los peces y las iguanas.)
Así que ni cortas ni perezosas fuimos a la tienda de animales a por el kit completo: conejo, jaula y alimento. Bueno, miniconejo más bien...
Sí, es cierto que de vez en cuando hacia de las suyas, que había que vigilarlo de cerca pero poco a poco entendió que los cables no se muerden, que a la cama no se sube y que el inodoro no es la piscina municipal. Ante estas situaciones te enfadabas, pero ahí es donde Ruano sacaba su mejor arma, te miraba con esos ojitos negros, esas orejas caídas, moviendo la naricilla rítmicamente y... bueno ya fue.
La verdad es que nunca nos recibiste al llegar del trabajo y que tu obsesión por el cubo de basura cada vez que te abríamos la jaula era un poco compulsiva, pero en Malabia te echaremos de menos saltando, correteando y resbalándote por los pasillos.
Lola.-
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